Rafael Fernández, inteligencia y calma

27/12/2010 por

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Rafael Fernández, inteligencia y calma

La personalidad del primer presidente del Principado según el periodista que escribía sus discursos y le acompañó en el nacimiento de la autonomía asturiana

Rafael Fernández,  inteligencia y calma

Rafael Fernández, inteligencia y calma

RAMIRO FERNÁNDEZ PERIODISTA* Era un día de otoño despejado y el entonces presidente del Consejo Regional de Asturias y el autor de estas líneas acabábamos de entrar en Quintanar de la Orden, en plena Mancha, en busca de un restaurante en el que comer. Habíamos salido de Madrid, por una vez sin prisas, porque la tarde anterior habíamos estado en el Senado, y a última hora teníamos en Murcia una cena con el presidente y los consejeros del órgano que con el tiempo se convertiría en el Gobierno de Murcia. Ello nos daba un margen suficiente para hacer un viaje tranquilo, al contrario de lo que ocurría habitualmente, y quizá por eso nos estaba resultando un día relajado y agradable que valorábamos de manera especial.

Casi ya a la salida de Quintanar encontramos a la izquierda de la carretera una instalación moderna y con buen aspecto. Algo en ella, algún letrero, orientaba hacia el marisco y los pescados. Aparcamos y nos tomamos un vino en la barra. Rafael Fernández pregunta al camarero:

-Oiga, por favor, ¿aquí tienen carne?

-No, señor, lo siento, aquí sólo podemos ofrecerle marisco y pescados.

-Gracias, señor. Entonces buscaremos en otro lado?

Nos tomamos el vino y nos fuimos a comer a otro lugar. Tiempo después me fui dando cuenta de que Rafael era mucho más amigo del pescado que de la carne. Pero aquella búsqueda de otro restaurante, en el que sí ofreciesen platos de carne, la hacía porque él había observado ya que mis inclinaciones gastronómicas iban exactamente en el sentido contrario.

Este pequeño gran detalle, absolutamente impensable en tantas otras gentes, resultó para mí muy revelador de la clase de persona, tan especial, con la que tuve la suerte inmensa de coincidir en una etapa que ha sido seguramente la más intensa, enriquecedora y creativa de toda mi vida personal y profesional. Que coincide, obviamente, con aquellos años en los que Rafael pudo aportar a esta región nuestra toda su experiencia, que era mucha, su capacidad, que era aun mayor, y una profundidad de análisis que le llevaba a separar muy bien el ruido de la eficacia, y que le permitía intuir con una agudeza especial por dónde iban en realidad las corrientes de fondo, aunque aparentasen otra cosa en la superficie. Fue un hombre de palabra pausada, de figura seria, de actitud amable. Establecía una empatía muy fácil con sus interlocutores, y resultaba siempre un hombre creíble, en el que se podía confiar, quizá porque nunca usó un discurso doble y porque sabía hablar de la misma manera, y con el mismo tono, con el Rey en la Zarzuela, con Suárez y Calvo-Sotelo en la Moncloa, con Felipe González en el PSOE -entonces aún en una calle con nombre de aviador franquista, García Morato, que más tarde cambiaría a Santa Engracia; tras octubre del 82, en la Moncloa- y con cualquier campesino en cualquier rincón de un pueblo de Somiedo.

Rafael Fernández aunaba sus experiencias como dirigente muy joven en la Asturias convulsa de los años treinta con el desarraigo y la nostalgia de casi cuatro décadas de exilio. Todo esto le dio capacidades poco frecuentes: sabía escuchar, sabía marcar sus posiciones sin molestar, sabía respetar al otro y sabía rodearse de gente muy válida. Su Presidencia fue un modelo de calma, de normalidad, de perseguir y consolidar puntos de encuentro. En los primeros consejos convivió gente de la UCD y Alianza Popular con consejeros del PSOE y del Partido Comunista. Había que poner en marcha una administración nueva y democrática, que además tenía que convivir con la antigua organización franquista. Cualquiera puede intuir que eso exige inteligencia, mano izquierda, sentido común y respeto. Viéndolo desde hoy, casi cae uno en la tentación de decir que eso sí era política en estado puro.

Sabía asumir el protagonismo cuando tocaba, pero no lo perseguía en absoluto. Quizás eso explique el hecho de que dirigiendo un Gobierno que tuvo durante la mayoría de su ejercicio escasa capacidad real entregase a Pedro de Silva en 1983 una institución valorada, respetada y apreciada por los ciudadanos. Y tenía muy claro que la búsqueda del relumbrón y el exceso en las políticas mediáticas eran intrínsecamente rechazables, y lo expresaba muy claramente con una metáfora que le servía para marcar distancia con los políticos mediocres. «Creemos que en el vacío no hay ruido, pero no es cierto del todo: hay cabezas que están totalmente vacías, pero que se arreglan para hacer mucho ruido».

Fue a través de mi compañera y amiga Sonia Fidalgo, en Conexión Asturias, de la TPA, como me llegó a media tarde del sábado 18 la noticia de la muerte de Rafael. Nadie es eterno y la muerte no tiene necesariamente que ser una sorpresa; a los 97 años morirse es, simplemente, el final del camino, el final definitivo de todos los caminos. Pero la muerte de nuestro primer presidente me ha hecho recordar muchas cosas de todos los años en los que pude acompañarle en un trabajo apasionante.

Tuve la suerte, cuando era un joven periodista en la redacción de «La Voz de Asturias» en el ya lejano octubre de 1978, de que Rafael me llamase a una relajada charla en su casa de la calle Jovellanos. En esa conversación, que fue larga y distendida, como siempre solían serlo las charlas con una persona a la que alguien definió con acierto como un socialista tranquilo, me propuso acompañarle en la aventura de la puesta en marcha del Consejo Regional de Asturias. Ahí empezó un largo viaje de cinco años de trabajo y contacto continuo, todos los años en los que presidió primero el Consejo Regional, después el Principado de Asturias y que no terminaría hasta la llegada en 1983 de Pedro de Silva, ya celebradas las primeras elecciones directas a la Junta General del Principado. Pedro resultaría después otro gran presidente de la comunidad autónoma, y también tuve la suerte de formar parte de su equipo durante sus dos legislaturas.

Hasta noviembre de 1978 Rafael Fernández había tenido conmigo la relación normal que tenía un dirigente socialista con los periodistas que hacíamos en aquella época información política. Supongo que habría seguido mis escritos, intuyo que habría echado algún vistazo a mi trayectoria de aquellos años; lo cierto es que no le pregunté nunca cuáles habían sido sus razones para llevarme a la Presidencia y encargarme durante todo su mandato de las relaciones con los medios de comunicación, y que él tampoco nunca llegó a verbalizarlas. Pero ahí comenzó una relación de colaboración política, de amistad y de un nada frecuente aprecio personal que únicamente terminó ayer, cuando Rafael acaba de perderse en ese lugar desconocido al que todos terminaremos por llegar un día u otro. Hace aún relativamente muy poco tiempo que coincidíamos algunas mañanas en Oviedo, tomando un café en Casa Conrado. Yo procuraba acercarme por allí con la frecuencia posible para acompañarle un rato y para seguir disfrutando de la inteligencia y del afecto de un hombre al que recordamos ahora, pero que habrá de pasar aún mucho tiempo para que pueda ir decantándose una idea justa y cabal de lo mucho y bueno que ha significado su dedicación política a Asturias.

Una parte de ese reconocimiento hasta ahora perdido ha salido a la luz ahora, en palabras de la directora de la Fundación Príncipe de Asturias, Teresa Sanjurjo, destacando lo decisivo de su participación en la creación de esta institución. Le agradezco profundamente esas palabras y explico por qué: quienes conocimos aquella historia hemos ido viendo estos últimos tiempos lo que otra persona entrañable y de una inteligencia privilegiada definía en tono de burla como «el acto de entrega de medallas a los no participantes». Se ha hablado mucho, con justicia, de la aportación de Pedro Masaveu a la Fundación. También de otras personas: por ejemplo, sin duda, Fernández Campo. Pero se ha hablado también, con mucha menos razón y menos motivos, de muchos otros.

Lo que dice Teresa Sanjurjo es bienvenido, porque significa una reparación clara del olvido, que en ocasiones me ha parecido hasta deliberado, en el que en estos últimos años se ha tenido en este tema a Rafael Fernández. Pues bien, yo afirmo, con conocimiento de causa, que él fue la persona que en la Asturias de finales de los setenta se tomó el trabajo, nada fácil, como cualquiera puede imaginar, de convencer a la izquierda de aquella Asturias -que no es la de hoy- de lo interesante y lo conveniente que era dar cobertura y apoyo a ese nuevo instrumento. Y no era un instrumento inocuo, ni era un brebaje insípido: en realidad, se trataba de hacer patente con claridad que de alguna manera desde la historia, desde la raíz obrera y republicana de Asturias se enlazaba con una Monarquía que estaba recién aterrizando, y ese enlace era también, en términos políticos, un reconocimiento de legitimidad, una manera de extender un hilo hoy muy visible entre la Zarzuela y Asturias y entre Asturias y la Zarzuela. Para entender las resistencias -que las hubo, como es lógico- hay que pensar que el avión en el que llegaba esa Monarquía no dejaba de haber sido fletado, por decisión personal, por el mismo dictador que poco tiempo antes había muerto, de viejo, en El Pardo.

Pero la creación de la Fundación Príncipe no fue más que una de las muchas piezas que movió Rafael Fernández. Mantuvo una excelente relación, discreta y útil, con José Manuel Fernández Felgueroso, cuando presidía Hunosa; con José María Lucía, en Ensidesa; con Félix Mazón, en Duro Felguera; con Serafín Abilio, entonces secretario general de la UCD en Asturias; con Gerardo Iglesias, entonces creo recordar que secretario general de CC OO a punto de convertirse en secretario general del Partido Comunista de Asturias; con Sáenz de Santa María, presidente de la Diputación en un primer momento; con Jesús Martínez, presidente de la FADE, y con tantos y tantos otros. Ahora que ha pasado casi un mundo de años, puedo decir, como ejemplo, y por contar un hecho que ya no tiene trascendencia para nadie, que un papel que, por encargo del presidente asturiano recogí yo en Madrid, en un viaje ex profeso de ida y vuelta, en la casa de un ministro (del Gobierno de UCD, por supuesto), sirvió para evitar una situación que le creaba especiales dificultades a Ensidesa?

Y tuvo particular importancia, cómo no, la fluidez de los contactos entre un gran hombre de la política, como Rafael, y otro gran hombre, éste de Iglesia, como fue Díaz Merchán, don Gabino. Rafael se arrodilló en Covadonga en la misa del primer Día de Asturias como presidente, con gran escándalo de muchos. Pero entre el Presidente y el Arzobispo consiguieron que en todos aquellos años no hubiera tensiones en Asturias entre la Iglesia y la estructura política asturiana. Siendo como era Díaz Merchán un hombre que había perdido a sus padres en la Guerra Civil, cosa que mucha gente no supo en Asturias durante muchos años, no se le oyó nunca a aquel arzobispo, que es, bajo mi personal punto de vista, una persona profundamente admirable, ninguna palabra que no fuese dirigida a fomentar, acrecentar y alimentar la paz, la concordia y el respeto entre creyentes y no creyentes. No se lo agradecieron mucho los agentes de Rouco y Cañizares en Roma, que le aceptaron la dimisión el mismo día en que cumplía la edad reglamentaria, al contrario de lo que hacen con otros, prolongándoles el mandato como si no hubiera pasado el tiempo.

Hoy, que escribiendo estas líneas me he dado, inevitablemente, a la añoranza y al recuerdo, siento que la distancia es tanta entre aquella época y ésta como la que va de Díaz Merchán a Jesús Sanz. Aquél era un huérfano de la Guerra Civil, víctima de un bando al que lógicamente podría aspirar a pasar de algún modo factura, y sólo hablaba de entendimiento y de convivencia. Éste viene de la banca -llegó a la Iglesia a una edad ya digna de tener en cuenta- y tiene una penosa tendencia a alinearse con la facción más conservadora de la sociedad e incluso a hablar de Iglesia perseguida. Y esos dislates, en la España democrática y en ese aspecto absolutamente respetuosa de hoy, resultarían simplemente zafios si no fuesen también malintencionados. Es triste, pero es lo que hay y así se han ido decantando las cosas. Pero siento internamente que no es ésta precisamente una evolución como para sentirnos muy orgullosos.

Quiero cerrar estas líneas además de con una profunda tristeza, como pueden imaginar, con dos apuntes sobre la personalidad de nuestro primer presidente. Supo presidir sin dar órdenes. Era capaz de presidir y ser obedecido y respetado sin mandar. Tenía una fórmula mucho más eficaz, y utilizaba para ello lo que los clásicos denominaron como «auctoritas», que es una cosa distinta del mando. El mando, por circunstancias y en muchos casos por accidente de la historia, lo tiene cualquier necio. La «auctoritas», la autoridad, es otra cosa y sólo la tiene quien se la gana, quien sabe que los demás reconocemos que la tiene, por inteligencia, por capacidad, por experiencia, por compostura mental y moral. Rafael te decía:

-Tenemos esta situación y tenemos que intervenir. Había pensado que podríamos hacer esto que busca llegar a este resultado. ¿Tú podrías ayudarme?

Cuando alguien que puede te manda así, te coloca en una situación en la que ya te ganó antes de empezar.

-Claro que puedo. Por supuesto. Lo que tú quieras.

Y otro apunte, el último, sobre una faceta de su personalidad que resultaba enormemente gratificante para todos quienes trabajamos con él. Sabía agradecer el esfuerzo, valorar el trabajo y no tenía ningún problema, ni pequeño ni grande, en reconocer los méritos de los demás y no caía jamás en la tentación de adjudicarse ninguno que no fuese suyo. En una entrevista en televisión -entonces era en la televisión, sólo había una- le hicieron mención en algún momento a lo acertado de algún discurso. Y Rafael Fernández dijo abiertamente, cuando nadie se lo esperaba, sorprendiendo a todo el mundo, con toda su calma y con todo el humor suave que sabía tener: «No, no, yo no tengo ningún mérito por mis discursos. Ya sé que están bastante bien, porque los leo, pero escribir, los escribe Ramiro».

*Ramiro Fernández es periodista y fue secretario de prensa del Consejo Regional de Asturias desde su creación en noviembre de 1978 hasta su transformación en Principado de Asturias en 1982. Continuó en el mismo cargo en el Principado de Asturias en la Presidencia de Rafael Fernández hasta la celebración de las primeras elecciones autonómicas de 1983, y, asimismo, dirigió la Oficina de Prensa del Principado ya con Pedro de Silva como presidente hasta 1987.

http://www.lne.es/asturias/2010/12/27/rafael-fernandez-inteligencia-calma/1012526.html

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