Los campos de esclavos mineros

18/06/2018 por

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Un recorrido por los cuatro pozos asturianos en los que el franquismo encerró y explotó a presos republicanos.

Antón Saavedra contempla el parque de perros donde estaban los barracones. Al fondo, el pozo Fondón. P. SIMÓN

Campos de esclavos mineros

Asturias

Estado de conservación:

Son el pozo Fondón, el pozo Mosquitera –reconvertido en un geriátrico privado religioso–, el pozo Samuño y el pozo San Mamés. En los tres últimos no hay señal que diga que allí pasó lo que pasó. La Marea realizó esta ruta en abril de 2018.

Allí donde hubo un campo de concentración hasta hace menos de 70 años, ahora hay una rotonda y un parque de perros. O “un cagadero de perros”, como bien apunta Antón Saavedra, exminero, exsecretario general de la Federación Estatal Minera de la UGT y gran conocedor de la historia íntima de las cuencas mineras asturianas.

Nos encontramos en Sama de Langreo, capital de la asturiana cuenca del Nalón, que junto a la mierense del Caudal, representaron todos los fantasmas que el régimen franquista quiso enterrar en el olvido: la Revolución de 1934, la fuerte tradición del movimiento obrero minero, la fiereza con la que defendieron la República, la resistencia al régimen que sostuvieron durante años los maquis desde sus montes y un sentido de comunidad que cuesta entender en el individualista siglo XXI. Aquí, a escasos metros del Pozo Fondón, se construyó uno de los cuatro campos de concentración donde republicanos encarcelados por los golpistas franquistas fueron esclavizados para trabajar en las minas asturianas y proveer así del carbón que requería la reindustrialización de un país en plena autarquía y aislado del mundo.

Hasta este aislado valle fue trasladado Miguel Arenas Machuca, un joven campesino y analfabeto originario de Frailes (Jaén) que vivía de fabricar carbón vegetal cuando, a sus 17 años, los fascistas iniciaron la Guerra Civil española y él se presentó voluntario a luchar en el bando demócrata. El 5 de abril de 1939, cuatro días después de que los republicanos perdieran la contienda, y después de pasar casi dos años combatiendo en frentes tan importantes como el del Jarama, regresó a su pueblo, donde fue inmediatamente apresado y condenado a muerte en la cárcel provincial. De ahí sería trasladado al penal de Burgos, donde le fue conmutada la pena por 30 años de prisión. Posteriormente, fue enviado a Oviedo a trabajar en Regiones Devastadas, el programa franquista por el que los presos republicanos eran obligados a reconstruir los daños de la guerra, y tras unos meses en la prisión de Oviedo, fue destinado en 1946 a la colonia penitenciaria del Pozo Fondón. Un vía crucis de siete años en el que se le hizo creer en varias ocasiones que iba a ser fusilado como tantos de sus compañeros de celdas, que podemos conocer con detalle gracias a la biografía que escribió a mano poco antes de morir.

“Veíamos pasar a los presos formados cuando iban al pozo. Tenían que saludar con el brazo en alto, como los nazis, al estilo falangista”, cuenta Saavedra, que abandonó las filas sindicalistas a finales de los años 80 y sigue viviendo a escasas calles de un pozo en el que perdió a sus dos abuelos, dos tíos, dos primos y decenas de amigos. “En la mina había accidentes todos los días, y mortales, casi. La mina era eso”, recuerda. “Más de una vez fui con mi padre, que era vigilante en la mina, a los barracones donde estaban los presos. Las condiciones no diferían de las de los campos de concentración nazis más que en que aquí no les ponían inyecciones letales, sino que les mataban de hambre y sobreesfuerzo”, resume. Una valoración con la que coincide el historiador Ramón García Piñeiro, autor de numerosas investigaciones sobre esta cuestión: “La única diferencia que establecería es que la vigilancia desarrollada por la Guardia Civil era más deficiente que la de las SS. Claro que aquí raras veces intentaban huir porque adónde iban a ir. Sabían que si les cogían, la condena sería aún peor, y al menos en la mina iban reduciendo la pena”.


En 1939, España era un país devastado, con las arcas vacías, una multimillonaria deuda con Alemania e Italia y unas cárceles saturadas con unos 280.000 presos y presas. Por ello, el franquismo, que ya había dado pasos en este sentido desde 1937, termina en 1942 de dar forma al Patronato de Nuestra Señora de la Merced para la Redención de Penas por el Trabajo, la institución que debía surtir de mano de obra prácticamente gratis a la reconstrucción del país, a la vez que ahorrar al Estado los costes del sustento –aunque fuese en condiciones denigrantes– de una población con condenas de hasta 30 años. Y para dotar a sus llamados batallones de trabajo de una pátina de caridad, se les ofrecía la redención de dos días de pena por día trabajado y el pago de 2 pesetas diarias que, tras restarle los gastos de avituallamiento y alojamiento, se quedaban en los 50 céntimos que empleaban en combatir el hambre al que les sometían y enviar el resto a sus familias. El jornal medio en 1940 de un obrero era de entre 7 y 9 pesetas.

Jornales recibidos por Francisco Bello primero como preso del Pozo Fondón y después como trabajador en libertad condicional. P. S.

Esta mano de obra esclava fue catalogada en un detallado fichero fisiotécnico que en 1941 contaba, según el periodista Jordi García Soler, con 103.369 penados, 10.000 de ellos mujeres. Gracias al sudor de estos presos, según recoge en su libro Esclavos por la patria el también periodista Isaías Lafuente, el franquismo obtuvo unos 780 millones de euros. Una cifra a la que habría que añadir los réditos que extrajeron las empresas que pagaron al régimen por esta mano de obra un precio mínimo, entre las que se encuentran algunas de las más importantes hoy del Ibex 35 como Dragados y construcciones (ahora parte de ACS, de Florentino Pérez), OHL, Banú, o aquellas de cuyo accionariado forma parte la familia March, como Prosegur o Acerinox. Y en  el caso de los pozos mineros asturianos, la nacionalizada por Franco como Hunosa, Carbones Asturianos, y la aún hoy vigente Duro Felguera.
“Fueron los prisioneros republicanos los que más contribuyeron a ‘levantar’ la España destruida, hasta integrarla en el club de las naciones más industrializadas del mundo. Fueron ellos los que construyeron los grandes pantanos, los que reconstruyeron los pueblos, ciudades, carreteras, iglesias y conventos. Y fueron ellos, junto a los mineros asturianos, los que contribuyeron a esa enorme labor con la extracción del carbón, tan fundamental para recuperar la industria a la vez que paliar la terrible hambruna existente en España”, analiza Saavedra, quien compartió niñez con algunos de los hijos de estos hombres que fueron desterrados a Asturias desde Andalucía o Extremadura.

Parte del castigo a los defensores de la democracia y a sus familias fue alejarlos de sus lugares de origen, por lo que a Asturias llegaron muchos presos procedentes de otras regiones con tradición minera, donde a su vez fueron desterrados muchos asturianos. Las familias que se quedaron y también las que siguieron a sus maridos y padres de las criaturas, eran controladas por las Juntas Locales del Patronato de Redención de Penas, compuestas por el alcalde falangista, un sacerdote y una mujer vinculada con Acción Católica. Este ente era el encargado de entregarles los 50 céntimos por el trabajo de sus maridos o hijos siempre y cuando demostraran arrepentimiento y adscripción al régimen fascista.

Fotocopia del certificado del ingreso de Francisco Bello como preso en el Fozo Fondón en 1947. P. S.

Así fue como llegó a Sama desde Jaén Virtudes López Varela, siguiendo a su marido preso, Miguel Arenas Machuca, “con tan solo 300 pesetas en su bolsillo”, como escribe el republicano en su libro. Un penoso viaje de días que emprendieron mujeres y críos por todo el Estado español con el fin de estar cerca de sus esposos y padres. “Me he preguntado muchas veces cómo sería aquel periplo de mi madre, a la que después tuve que acompañar de nuevo tantas veces al penal de Burgos, donde volvió a ser apresado seis años mi padre por su lucha en la clandestinidad con el Partido Comunista. Tenía que ir con ella para leerle los carteles de las estaciones porque era analfabeta”, rememora José Luis Arenas. “Mi padre siempre decía que si él había sufrido mucho (la guerra, la prisión durante 17 años en total, las torturas…), ella había padecido mil veces más. Y es verdad”, añade.

En esas mismas condiciones de miseria y analfabetismo, además de acompañada de su hija de 9 años llegó, procedente de Castro de Río (Córdoba), Dolores Álvarez Márquez, esposa del preso Francisco Bello García. Su hijo Fernando recuerda cómo en aquellos tiempos “no había una cuadra, una cueva ni un hórreo vacíos por los montes de las Cuencas”, donde se tuvieron que instalar muchas de las esposas y de los hijos de los reclusos. Las que ni eso encontraron, vivían en chabolas como en las que durante buena parte de la década de los 50 siguieron viviendo familias como la de Bello y Arenas. “Separábamos la cocina de donde dormíamos con una tela y el techo era de cartón piedra, por lo que el agua entraba a menudo”, rememora Bello, que alcanzada la juventud y con su padre ya en libertad, se implicaría en la lucha antifascista clandestina del PCE, lo que le costó detenciones y torturas ya en los años 60 y 70. Su padre jamás le habló de lo vivido durante la guerra, el encarcelamiento o el trabajo como preso en la mina. Fue después de su muerte, cuando Bello pidió a Instituciones Penitenciarias el informe de su padre para solicitar la indemnización aprobada en los 90 por el gobierno de Felipe González para los presos del franquismo, cuando descubrió que de joven aquel campesino había sido militante de la CNT.

José Luis Arenas y Fernando Bello repasan la biografía escrita a mano del padre del primero, Manuel Arenas. PATRICIA SIMÓN

“Destinaban a los presos a los puestos más peligrosos de la mina, como picadores y barrenistas –los que abrían las galerías con dinamita–. Como necesitaban que estuviesen fuertes, tenían derecho por ley a cien gramos de tocino de cerdo una vez al día, pero no se los daban porque la Guardia Civil y los falangistas los vendían de estraperlo. Los tenían muertos de hambre, a base de calderos de agua con cuatro lentejas. Este país era una cárcel por un lado y el robo por el otro”, sentencia Saavedra, mientras contempla la explanada a la que algunos vecinos traen a sus mascotas para que hagan sus necesidades y donde malvivieron “unos presos que estaban muy bien vistos entre la mayoría de los mineros por haber defendido la República, había gente que eran iconos del movimiento obrero”.

De esos barracones de los que hoy no queda nada, surgirían muchos de los nuevos iconos de la lucha demócrata clandestina en Asturias, como fue el caso de Miguel Arenas Machuca, que desde su llegada al Pozo Fondón se reenganchó a la militancia comunista junto a Saturnino Márquez, Ramón y Francisco Ramírez… y tantos otros que volvieron a ser condenados por rebelión militar y por incitar a la huelga a los mineros a más de una década de prisión a finales de los años 50, donde muchos de ellos aprendieron a leer y a escribir en las clases que organizaban los propios reclusos comunistas. Sus mujeres, sin recursos como para poder ir a visitarles a Burgos las dos veces al año a las que tenían derecho, se organizaban para que al menos cada una pudiese ir una vez y llevar consigo cajas con rosquillas y otras comidas que les preparaban comunitariamente, además de ropa y el dinero que recaudaban mediante colectas entre los propios mineros.

La madre de Arenas sacó adelante a sus dos hijos durante los seis años que su marido volvió a pasar preso lavando ropa y gracias a la solidaridad de las familias ‘camaradas’. “La gente le daba la ropa para colaborar, no porque no pudiesen lavarlas ellas. Era una unión que no se puede entender hoy”, subraya Arenas. “Lo que más me ha marcado en la vida no ha sido la lucha clandestina ni las penurias, sino una vez que fui con mi madre y otras mujeres a visitar a mi padre al penal. Venía una niña de poco más de un año que había nacido después de que su progenitor fuese encarcelado. Las mujeres eran registradas antes de entrar por las monjas. Ver cómo una de las monjas metía sus dedos en la vagina de aquella cría para ver si llevaba algo escondido es algo que nunca voy a olvidar”, revive Arenas mientras acaricia las páginas de la biografía de su padre que transcribió a ordenador para que nunca se pierda.

Esclavos por la gracia de Dios

A escasos metros del Fondón, encontramos las antiguas oficinas del pozo que son ahora el Archivo Histórico de Hunosa, la empresa nacionalizada que sucedería al mando de este yacimiento, así como al de San Mamés y al de Mosquiteras –que también albergaron campos de concentración– a Duro Felguera. La Marea se ha puesto en contacto con Hunosa para interesarse por la documentación relativa a los presos republicanos que trabajaron en la minería asturiana. La persona responsable del archivo respondió que no había “prácticamente nada”. Algo que confirma Saavedra, que cuando fue miembro del Consejo de Administración de Hunosa indagó en sus papeles sin encontrar ningún documento relevante. “Obviamente toda esa información ha sido destruida porque no interesa que se sepa. Por eso lo llaman colonias penitenciarias en lugar de campos de concentración, para encubrir la realidad. Quieren hacer desaparecer cualquier vestigio de la lucha obrera, pero no pueden porque la verdad es revolucionaria y difícil de eliminar”, dice mientras observa el monolito que personas vinculadas con el Partido Comunista, la Fundación Domingo Malagón y el Ayuntamiento de Langreo pusieron en memoria de unos presos, que solo en 1943 en este pozo eran 215, según el anuario de ese año del Patronato de Redención.

La Iglesia católica, aliada fundamental de los golpistas, fue la encargada de darle sustento nacionalcatólico a la redención de penas por trabajo. En concreto, su ideador fue el jesuita José Augusto Pérez del Pulgar, que sostuvo que “es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a los que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista”, por lo que debían vivir “la disciplina de un cuartel, la seriedad de un banco y la caridad de un convento”. Por ello, en campos como el de Fondón –que también tenían una finalidad de reeducación– había una capilla, donde debían acudir asiduamente los presos si querían que el jefe militar del batallón de trabajadores y su sacerdote aprobaran la redención de su pena y el pago de su jornal al demostrar que estaban interiorizando la ideología de la Falange y el catolicismo.

De barracón de presos a geriátrico religioso

Los barracones del pozo Mosquitera son hoy un geriátrico. P. SIMÓN

A quince minutos en coche del Pozo Fondón se encuentra el también abandonado Pozo Mosquitera, en Tuilla. Aquí, los barracones no han sido destruidos, sino que se han reconvertido en el geriátrico religioso y privado Nuestra Señora del Amparo, en el que residen mayoritariamente mujeres, muchas de ellas viudas de mineros. Franqueado por el decrépito pozo, nada permite saber que aquí malvivían unos 100 reclusos. Como los otros tres campos de concentración, estos barracones acogieron a presos republicanos durante la década de los 40 y principios de los 50, cuando a muchos de estos les concedieron la libertad condicional para seguir trabajando como mineros, y muchos miles de emigrantes procedentes también mayoritariamente de Andalucía y Extremadura se les unieron para mejorar sus vidas –y en muchos casos, perderla– en el emergente sector carbonífero asturiano. Entre ellos, también trabajaron algunos presos comunes y guerrilleros apresados. 

En sus jardines, encontramos una placa en memoria de “los hombres y mujeres que trabajaron y dieron su vida en el pozo Mosquitera”. Está coronada, como el resto del edificio, por banderas asturianas y españolas, algo extraño para una residencia de ancianos, y que parece querer traer a la memoria que la minería fue militarizada desde el mismo año 1939. “El régimen la catalogó como un bien estratégico, aplicó la ley de justicia militar y, oficialmente, todos –no solo los presos– estaban obligados a llevar un brazalete con el cuerpo al que pertenecían, su graduación –el capataz era un sargento, el ingeniero, teniente…– y en su conducta se tenían que atener al código militar. De hecho, los mineros no podían dejar su trabajo, si lo hacían eran detenidos”, explica el historiador García Piñeiro.

El desprecio por la memoria

En los otros dos pozos mineros donde hubo campos de concentración, el Pozo San Mamés, en Sotrondio, y el Pozo Samuño, en Ciaño –ambos también clausurados–, tampoco hay ningún letrero ni nada que recuerde que aquí hubo unos barracones que albergaron, cada uno, a unos 180 presos. De hecho, son un buen ejemplo del abandono que sufre el patrimonio histórico minero que la periodista Marta Crestelo, productora de varios documentales sobre esta cuestión, define así: “Es un desprecio total por la memoria, quizás porque le tenemos miedo. El capitalismo es experto en que los trabajadores no la tengamos para que, si los que venimos detrás queremos emprender la lucha, la tengamos que hacer desde cero porque ignoramos cómo la hicieron nuestros predecesores. En Inglaterra se arrasó con el patrimonio minero porque Thatcher quería acabar con la memoria sindicalista y en Alemania, por el contrario, fue la sociedad civil la que se organizó para decidir cómo protegerlo y que, a continuación, fuese la administración la que ejecutase sus propuestas. Aquí no es solo que no se haya hecho nada, es que no hay ni un plan ni interés por que lo haya”. Mientras, la voraz naturaleza asturiana recupera el espacio que le pertenecía, incluidas partes de las viviendas que han quedado deshabitadas por el éxodo que sucedió al cierre de la minería que empezó en los años 80 y que se completará este 2018 con la clausura de las dos últimas que siguen funcionando. “Como dicen aquí, cuando por fin construyeron las carreteras fue para que nos marcháramos”, concluye Crestelo.

“Que donde había un campo de concentración haya ahora un parque de perros es un ejemplo representativo de nuestra percepción de la memoria histórica, de la interpretación que hacemos sobre qué vestigios consideramos dignos de recordar. Si lo comparas con países como Austria o Alemania, estamos en las antípodas”, analiza García Piñero. “La democracia actual es una prolongación del régimen anterior, que no fue demonizado ni condenado, y su base es la de mantener una actitud de respeto hacia el franquismo. La transición se basó en dejar intactas sus instituciones y personas”, añade antes de compartir la metáfora con la que explica a sus estudiantes de secundaria la importancia de la memoria histórica: “La vida es como conducir un coche: tienes que mirar para adelante, pero también lo que queda atrás por el retrovisor. Nuestra sociedad ha roto todos los retrovisores”.

Recorrer esta ruta, a pie o en coche, es el mejor viaje para comprobar la enfermiza desmemoria que sufre este país y comprender por qué, cómo advierte Fernando Bello, “o nos ponemos las pilas o se repite la Historia. No queremos darnos cuenta de que los sucesores de los que hicieron todo aquello, vuelven a ir de verdad”.

https://rutasdelamemoria.lamarea.com/269-2/

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail
Facebooktwitterlinkedinrssyoutube

Comentarios

comentarios