Rafael o la leve inmortalidad






Rafael o la leve inmortalidad
S iempre pensé que Rafael Fernández jamás se moriría, y ayer llamé a su casa hasta diez veces para que el teléfono sin respuesta me confirmase que ya no estaba. Últimamente su lucidez enmudeció y pensaba hacia adentro, hacia el patio interior de una vida que fue la forja de un rebelde sensato de remate. Yo tuve un abuelo prodigioso en Santullano de Mieres, que me enseñó a leer, y un abuelo voluntario, que fue Rafael Fernández, que me enseñó a pensar.
Cuando regresó del exilio mexicano, al lado de Pura Tomás y de su hijo Pín, le esperé en el aeropuerto para hacerle una entrevista destinada a la televisión regional. Pasados más de treinta años, aquella capacidad de seducción de un dandy indiano fue profundizando en la espeleología de mi corazón tal como hacen las quemaduras, que aparentan cicatrizar cuanto más ahondan.
Como ocurre en cualquier intento necrológico, los recuerdos acuden en tropel y se enmaraña lo vivido, lo deseado, acaso lo soñado. Rafael fue el personaje imprescindible en la transición asturiana, el hombre de la reconciliación en la versión local de las dos Españas. Cuando el arzobispo Díaz Merchán, que era de su misma cuerda y de idéntica buena fe, le invitó a acudir a Covadonga el día de la Santina, Rafael le dijo: “Don Gabino, allí estaré, y después le espero a usted en la fiesta que celebramos en Cangas de Onís”.
Al Rey le dijo, en una audiencia, recién elegido presidente de la preautonomía: “Majestad, aquí está un viejo republicano dispuesto a dar lo mejor de sí mismo por una España en paz”. Estuve a su lado cuando se sentía mal y no quería inquietar a su familia. Organizamos, con el liderazgo de los doctores Álvarez-Uría, José Ramón Castañón y Arturo Cortina, lo que dimos en llamar el “equipo médico habitual”, que siempre terminaba las sesiones clínicas en una comida, un whisky y un puro.
Rafael fumaba en pipa, y hace un par de años me dijo: “Mira, hijo, la pipa nunca me gustó, pero entendí que la imagen que daba un fumador de pipa, que era de sosiego y de serenidad, era buena para que los asturianos confiasen en mí”. “No mientas, Rafael” -le repliqué- “porque un día me contaste que cuando regentabas una tienda de regalos en un hotel de Yucatán, en el día del padre sugerías a las señoras que acudían a comprar un obsequio para sus maridos que se llevasen una pipa, y siempre aceptaban la propuesta”. Era un pícaro listo, un prodigioso conocedor de la condición humana, un ser libre, un encantador de serpientes y, sobre todo, un amigo de la amistad desde su bonhomía.
Cuando José Ángel Fernández Villa y compañía le hicieron la vida imposible y se lo cargaron como presidente de Asturias en un congreso celebrado en El Berrón, yo estaba con Rafael en Madrid, en el hotel Bretón. Me dijo: “¿Te importaría anular tu billete de avión, y regresamos mañana en coche juntos?”. Obviamente, asentí, y con la compañía de Tino, su chófer y su amigo, entramos en Asturias con quien había salido de élla como presidente y regresaba como un cesado al que le salvó la campana de sucesivas elecciones como senador. Comimos en el parador de Benavente, y me dijo: “A mí me hacía más caso Adolfo Suárez que Felipe González”.
Si Pura Tomás fue su compañera y su aliento, Belén la sucedió como quien pica espuelas de ternura a un centauro infatigable. El Parque de Invierno, frente al tótem del Aramo, ya en los últimos meses de su vida, fue su paisaje de cada mediodía desde la silla de ruedas. Rafael, levemente inmortal hasta el último cartucho, se lleva al más allá una biografía del desgarro, y nos deja el ejemplo de su dignidad.
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