Memoria asturiana de María Zambrano






Isolina CUELI
Durante décadas, María Zambrano (1904-1991) se encerró detrás de los muros de la Universidad, donde daba clases, e intercambiaba opiniones con sus pares, y los muros de sus distintas casas, tanto en América como en Europa, tras los que encontraba el remanso de paz que necesitaba para crear y para pensar.
La acompañé durante los últimos tres meses del año 1981 en la avenue Sécheron de Ginebra (Suiza), ella con 77 años, y un espíritu jovial a pesar de su torpeza física, yo con 24, intentando abrirme a la vida y como una esponja tratando de aprender de aquella mujer a la que casi no conocía pero que intuía que era muy importante, no en vano acababan de concederle el premio «Príncipe de Asturias» de Comunicación y Humanidades.
«Que me dejen en paz. Si quieren saber de mí, que lean mis libros», era una de sus expresiones más repetidas para alejarse de los «moscardones» que la merodeaban y no le aportaban nada, al contrario, la distraían de su rutina de vida: pensar y escribir, con un trabajo intelectual que le producía hasta dolor físico.
Después de saber de aquella María, encerrada en sí misma y para un reducido grupo de amigos, generalmente intelectuales, a los que sí se abría, ha sido una grata sorpresa ver algún extracto de su obra reproducido, en carteles muy bien presentados, en el Metro de Madrid. Las pasadas Navidades, cuando viajaba desde la Gran Vía hasta Atocha, me puse a leer, de forma mecánica, un texto que tenía frente a mí, hasta que llegué a la firma y me sobresalté. Se trataba de un fragmento de «Delirio y Destino» (Mondadori) de María Zambrano.
Casi no me lo podía creer, ¡María estaba en la calle¡ Si Sócrates, que nunca publicó un libro, disfrutaba hace 2.450 años creando discusiones y filosofando en las plazas públicas, María, que se parece al pensador griego en su vida sobria y austera, pero evitaba ese cuerpo a cuerpo con el gran público, estaba ahora en el metro, y nos incitaba, sin pronunciar palabra, a reflexionar a través de su obra. El texto al que me refiero dice así: «Despertar es renacer cada día. Y ya la luz nos aguarda. Ya está ahí comenzada la historia que haya que proseguir. Despertar es entrar en un sueño ya en marcha, venir desde el desierto puro del olvido y entrar, lo primero, en nuestro propio cuerpo, recordarlo sin rencor, entrar a habitarlo y recuperar nuestra alma, con su memoria, y nuestra vida, con su quehacer. Entrar como en un capullo tejido por innumerables gusanos afanosos; retornar nuestro hilo en el capullo fabricado incansablemente por el gusano-hombre, hacedor de ensueños que se objetivan, fabricador de historia.(…)».
Puedo imaginar que alguno de los miles de madrileños que se desperezan en el metro, a primeras horas de la mañana, puede ir tomando conciencia de su cuerpo, de su ser, de su vida, a medida que se adentra en ese breve texto que le ofrece la escritora malagueña desde las paredes de ese vagón atestado de gentes, que poco a poco van recuperando su vida con su quehacer.
A pesar de los muros físicos a los que me refería al principio, María admiraba la naturaleza, los animales, aunque sólo pudo disfrutarla en la casa de La Pièce, un pequeño pueblo de Francia. Allí, junto a su hermana Araceli, mantenía legiones de gatos. En Ginebra, muy a su pesar, sólo había dos, que eran las reinas de la casa.
Luis López-Molina, catedrático de Literatura Española en Ginebra y una de las personas que más la trataron, junto a su esposa, Emma, dice que «el aislamiento de La Pièce favorecía su trabajo intelectual. Allí también era donde mejor podía desplegar su cariño por los animales: pienso en el enjambre de gatos –suyos, vecinos y transeúntes– que la rodeaba. Allí también podía pasear (luego se lo impidió la decadencia física), dar rienda suelta a su fusión con todo lo natural: árboles, pájaros, etcétera».
http://www.lne.es/nueva-quintana/2010/03/23/memoria-asturiana-maria-zambrano/890608.html










