Reyes Magos de mentira

14/01/2016 por

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Miércoles 13 de enero de 2016

Uno de los rasgos del franquismo, que rara vez se suele poner de relieve, es que se trataba de un régimen político muy ridículo. Ese condensado de Ejército, Iglesia y fascismo, tan arteramente manejado por el general Franco para sostenerse en el poder, no solo alumbró un sistema de gobierno autoritario, cruel, vengativo y reaccionario sino que además recibía su legitimidad -¡ahí va la hostia!- de la gracia divina (así que sus principios eran por su propia naturaleza «permanentes e inalterables», o sea, eternos), tomaba cuerpo en instituciones de nombres arcaicos cimentadas en la voz de mando, estaba poblado de personajes atrabiliarios y aplaudidores que lucían uniforme en las ceremonias y se servía de una retórica rimbombante al servicio de Dios, España y su revolución nacional-sindicalista. El ridículo tiene mucho que ver con el sentido de la proporción, y nada más desmesurado que erigir en caudillo, generalísimo y hombre providencial a aquel militar pequeño y gordito, encarnación de la imagen del antihéroe, que arengaba a sus fieles con voz de vicetiple, un personaje en el que el despotismo y la cazurrería se hacían virtud y cuya ocupación violenta de la jefatura del Estado se calificaba, sin respeto alguno por el castellano, de «exaltación».

Con el paso de los años, una vez inmersos en la etapa democrática surgida de la Transición, he podido comprobar no sin desazón cómo actitudes que caracterizaban al franquismo se reproducían en algunos actores del nuevo régimen: el uso habitual de falsedades y de infamias para descalabrar al adversario, instrumentado por machaconas campañas de prensa, tiene mucho de resabio autoritario; la permanencia casi vitalicia en el ejercicio de algunos cargos, sostenida en unanimidades sorprendentes -como fue el caso de Villa al frente del SOMA, que con sus 35 años de mandato a punto estuvo de empatar con Franco-, además de escandalosa, trae consigo un rancio soplo de aire del pasado; el ejercicio de responsabilidades de gobierno por algún político de ademanes impostados hasta el ridículo, en quien se hacía abismal la diferente consideración de sí mismo y de los suyos acerca de su estatura política, intelectual y moral y la nacida de miradas ajenas, que no acertaban a ver en el tipo sino una relación inversamente proporcional entre su ego y su talla, de manera que donde unos constataban la existencia de uno de los grandes estadistas de nuestra historia, una gloriosa reedición de Felipe II, otros percibían cómo esa obsesión por la vigorexia tenía el efecto de gibarizar al individuo, etc.

Cuento todo esto porque la polémica y el escándalo provocados por las cabalgatas de Reyes en Madrid y otras poblaciones regidas por los llamados ayuntamientos del cambio participan del carácter estrambótico de esos comportamientos que por reiterados hacen pensar en padecimientos crónicos. ¡Dónde se vio a una mujer haciendo de rey mago! Los reyes no parecían reyes: se notaba el engaño. Más que cabalgata, era un carnaval. El argumentario resulta tan chusco que no merece la pena entrar en el debate, pero si uno aplicara críticas del mismo tenor a los reyes y dinastías que encarnan a las monarquías aún sobrevivientes el fiasco invitaría también a protestas del tipo de las de no te lo perdonaré jamás.

Todos los reyes son magos, aunque no vistan un manto de armiño y una capa de terciopelo sino -según las ocasiones- una americana con corbata o un polo Lacoste con cocodrilo bordado y a veces luzcan barba y otras no, pues todos hacen derivar su condición privilegiada de encantamientos ajenos a la voluntad de los ciudadanos. Todos los reyes son magos y de mentira, pues la transmisión hereditaria de la jefatura del Estado no reside en las leyes de la genética sino en el arte de birlibirloque, de manera que al principio parecen de verdad y tras el paso de los años se descubre la trampa y en ocasiones tienen que dejarlo. Hubo épocas en las que el prestigio de la realeza, quizá porque sus fechorías quedaban ocultas, se alimentaba del carácter ejemplar de sus vástagos, aunque hace tiempo que sabemos que de éso nada. Ahí están la princesa Cristina y a su marido sentados en el banquillo, reos de hacer lo que fácilmente hayan visto hacer en casa. En realidad la monarquía no es otra cosa que la institucionalización del morro como forma de Estado, pero en la vida social echarle cara funciona e incluso crea consenso.

http://www.asturias24.es/ideas/miguel-rodriguez-munoz/posts/reyes-magos-de-mentira

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