Homenaje a Anita Orejas en Gijón

19/08/2015 por

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Ayer en el Cementerio de Ceares la hija de Anita Orejas junto con Victor Luis Alvarez, Vicepresidente de FAMYR inaugurando la placa en el  Homenaje que se hizo a Anita Orejas.

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Entrada extraida de http://www.asturiasrepublicana.com/libertad18.html

Anita Orejas: ¿quién era Anita Orejas? Pues Anita Orejas López era una chica de 23 años y con sus 23 años la fusilaron contra las tapias del cementerio de Ceares un amanecer de Noviembre de 1937. Anita Orejas no fue ni una Agustina de Aragón ni una Dolores Ibarruri, y aunque lo hubiera sido; no comandó ningún batallón ni practicó el espionaje o la delación, y aunque lo hubiera hecho; no era maestra ni fue, siquiera, miliciana, y aunque lo hubiera sido. Anita Orejas era una chica de 23 años que vivía en Gijón, al final de la calle de Ferrer y Guardia, y trabajaba como empleada de hogar: ¡y la fusilaron un nueve de Noviembre!

Durante la guerra, Anita trabajó como enfermera en alguno de los numerosos y atestados hospitales de Gijón, y se afilió al Partido Socialista. La detuvieron a los pocos días de la entrada de las tropas franquistas en Gijón y se la llevaron al cuartel de la Guardia Civil de Los Campos… Oficialmente, en los legajos, la denuncia parte de una mujer, dos años más joven que Anita, que estaba casada con uno de los guardias civiles de ese cuartel. El marido de la denunciante estuvo prisionero durante todo el tiempo que duró la guerra en el Norte por haberse unido a los sublevados. Cumplía condena en el penal de El Dueso pero, al producirse el avance nacionalista sobre Santander, le evacuaron, junto a los demás presos, hacia Asturias. A ese guardia civil y a otros muchos les mataron luego en la playa de La Franca, no se sabe si por intento de fuga, por orden superior o por simple venganza.

No, Anita ni estuvo allí ni sabía nada de eso, pero aunque hubiera estado y aunque lo hubiera sabido. A Anita la acusaban de haberla visto dentro del cuartel de La Guardia Civil de Los Campos a los tres días de que los guardias se hubieran rendido. La denunciante decía que Anita llevaba pistola al cinto y, al cuello, un pañuelo rojo. Admitía Anita haber entrado en el cuartel, pero negaba lo de la pistola y el pañuelo, pero aunque los hubiera llevado. Esa mujer que la denunció, la identificó después en una rueda de presos: ¿cómo alguien puede recordar, tras el paso de quince meses, la cara de una persona que solamente vio unos instantes en medio del barullo y desorden propios de la situación? Claro que también pudiera suceder que la denunciante conociese de antes y odiase a Anita por motivos que nada tuviesen que ver ni con la guerra ni con la revolución, o que la denunciante no hiciera más que obedecer las instrucciones de una tercera persona… Pero, aunque así fuera.

Porque Anita Orejas, que tenía 23 años y se había afiliado al Partido Socialista durante la guerra, no era ni Agustina de Aragón ni «La Pasionaria», ni comandanta de batallón ni miliciana, ni maestra de la ATEA ni dirigente sindical ni concejala. Ni siquiera pertenecía a un comité cualquiera. A Anita no se le ocupó ningún pañuelo rojo ni, mucho menos, ninguna pistola; y, además, tuvo «la suerte» de que la susodicha denuncia cayese, no en manos de unos «gatilleros» de Falange con ganas de darle el «paseo», sino que la denuncia siguió el trámite oficial, con sus atestados redactados en lenguaje policial y cumplimentados con las pólizas, sellos y firmas pertinentes. Siguió con suerte, Anita Orejas, porque su causa judicial no le tocó a un chusquero llegado del frente, sino que tuvo como juez instructor a un hombre de leyes como Vicente Otero Goyanes, alférez Jurídico, que auxiliado por su secretario, Manuel Martínez de la Vega, dio cuerpo al que sería «sumarísimo de urgencia nº 170». La instrucción del sumario, ¡qué duda cabe!, fue tan imparcial como exhaustiva, y llevó al instructor a concluir que los hechos aquí sucintamente relatados eran constitutivos de un delito de rebelión militar: ¡así lo afirmó y firmó un señor alférez del cuerpo Jurídico militar!

Fue el lunes, día ocho de Noviembre de 1937, cuando comenzaron a celebrarse los consejos de guerra sumarísimos de urgencia en Gijón, en el salón de actos del Instituto Jovellanos: ¡La obra más importante y más querida del ilustre y benéfico Gaspar Melchor de Jovellanos convertida en albergue de falangistas y policías de Asalto, en cárcel y centro de tortura, en escenario de la suprema ignominia y perversión humanas!

A las diez de la mañana hacían su entrada los miembros del Tribunal Permanente nº 1, que preside el comandante de Caballería Luis de Vicente Sasiaín, y se celebraba el primer consejo de guerra: tres son los acusados: Constantino Valero, Florentino Argós y José Luis Ferrer. Audiencia pública. Se encarga de leer las acusaciones el secretario del consejo, que es el joven abogado gijonés Bonifacio Lorenzo Somonte. Actúa de fiscal el alférez honorífico del Cuerpo Jurídico Antonio Iglesias.

Apenas una hora después, a las once y cuarto, se celebra el segundo consejo de guerra. Lo forman el mismo tribunal, secretario y fiscal. Los acusados son: Valentín Sánchez Cuesta, Cipriano Carrera y Ana Orejas López. El fiscal es tan breve como conciso y pide la pena de muerte para los tres. El defensor, teniente Luis Barreiro Paradela, al decir de las crónicas periodísticas, «da comienzo a su brillante informe considerando las bellezas de Asturias, grande y digna, y después de intentar refutar los cargos que el Ministerio Fiscal imputa a sus patrocinados, solicita se les considere como autores de un delito de auxilio y no de rebelión.» Se termina la vista y el tribunal se reúne para dictar sentencia.

Por la tarde, a las cinco, otro consejo de guerra. Son los acusados: Maximiliano Gómez Cobos, Raimundo Alcorazo, Francisco Conde Calvete, José Costas Costas, Facundo López Fernández, Luis Subisaga, Juan Fernández Moreira, Manuel Marcos Ezquer y Angel Cristóbal Aparicio. El fiscal pidió la pena de muerte para todos.

Los cristianos caballeros que componen el tribunal militar nº 1, impregnados hasta el tuétano del honor y demás virtudes militares, tuvieron a bien dictar ese día catorce condenas a pena de muerte y una a reclusión perpetua. En este caso no hubo discriminación y fueron igualitarios, así que a Anita Orejas también la condenaron a pena de muerte.

Y al día siguiente, al amanecer, un traqueteo de motores por la calle Ramón y Cajal arriba. Durante meses y meses, el metálico y fugaz paso de esta caravana de la muerte anunciaba que el día iba a nacer con fusilamientos. Los piquetes de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto se presentan ante la cárcel de El Coto a reclamar a sus víctimas. Un piquete vigila y el otro fusila. Un día matan unos y otro día, otros. Que todos maten que así todos tendrán porque callar. ¿O serían soldados los que esos primeros días tuvieron que desempeñar tan siniestra tarea?

Trece hombres y una mujer cruzaron el rastrillo de la cárcel de El Coto aquel nueve de Noviembre. Amarradas las muñecas con alambres, les subieron a las camionetas y la comitiva se puso en marcha: medio kilómetro hasta el paredón del cementerio de Ceares. No esperaron para ejecutarles ni las tres o cuatro semanas que solía llevar el trámite de la consulta y recepción del correspondiente «enterado» del «Cuartel General del Generalísimo»: ¡se conoce que tenían prisa por derramar sangre de inocentes!

No sabemos cómo se las arreglarían para ponerles delante del paredón, si los tendrían que dominar a culatazos y llevarlos a rastras o si marcharían gallardamente dando «vivas» a la República, si escupirían al piquete o implorarían clemencia, si aceptarían al sacerdote o maldecirían a Dios y a toda la corte celestial… No sabemos si los fusilarían de tres en tres o de cinco en cinco, ni si a Anita la fusilarían sola por ser mujer o no. Nadie de los que de allí regresaba hablaba de ello. Solamente un fraile de los que asistían a los fusilamientos dijo un día a unos presos de El Coto: «dos tiros a la cabeza y tres al corazón». Así que ese nueve de Noviembre, setenta disparos dieron los buenos días nacionalistas a la villa de Gijón.

Y allí quedaron los cuerpos formando montón a la espera de que los enterradores los tirasen a la zanja ya abierta: trece hombres y una mujer: Ana Orejas López, a la que llamaban Anita porque tenía 23 años y no había sido ni Agustina de Aragón ni la Pasionaria, ni miliciana ni nada de nada, pero a la que la Justicia Militar del ejército franquista la hizo acreedora a los cinco plomos reglamentarios que agujerearon su cuerpo y pusieron fin a su corta vida.


Expediente procesal de Anita

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