Rafael Fernández, «colchón» entre golpes «He venido para quedarme»

26/12/2010 por

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Rafael Fernández, «colchón» entre golpes «He venido para quedarme»

La demostración de que la firmeza en la convicción propia puede ejercerse sin partidismo es la gran herencia que deja el primer presidente del Principado, un valor moral que maduró por sus vivencias en la triunfante asonada de Franco y el fracasado 23-F

Una imagen de Rafael Fernández en sus tiempos de presidente del Principado.

Una imagen de Rafael Fernández en sus tiempos de presidente del Principado.

EVELIO G. PALACIO Al filo de las seis de la tarde del 23 de febrero de 1981 Rafael Fernández Álvarez, socialista, veterano, primer presidente del Consejo Preautonómico de Asturias, el embrión de la futura comunidad que es hoy el Principado, ya estaba en marcha. Meditabundo, pausado, calmo en medio de la incertidumbre. Reviviendo una película perdida en el fondo de sus recuerdos pero con la firme convicción en su fuero interno de que esta vez no pasaría lo mismo. Cuando abría la puerta del portal de su casa, en la ovetense calle de Jovellanos, le aborda su secretario de prensa, el periodista Ramiro Fernández, que había salido a rápidas zancadas de las oficinas provisionales encima de la cafetería Oxford, calle San Francisco, donde se construía la autonomía. Una región nacía en unos pocos metros cuadrados. Los disparos en el Congreso y el primer santo y seña de la asonada, «¡se sienten, coño!», fue el resorte que hizo saltar a ambos.

-¿Te enteraste, presidente?

-Sí, estaba viendo la tele. Vamos rápido al partido y luego a ver al gobernador civil.

Cuarenta y cinco años y ciento cuarenta y cuatro días antes, un 17 de julio de 1936, en una España trágica e inestable en la que parte del Ejército se sublevó encabezado por Franco, Rafael Fernández Álvarez, socialista, joven, líder de las Juventudes Socialistas, se hallaba en Sotrondio participando en un mitin. Entonces, militante de un bando, pensó con juvenil inconsciencia: «Qué alegría, ahora vamos a por ellos». O sea, ahora vamos a ganar y a imponer el Gobierno proletario. Aquel día amanecían tinieblas para la historia patria, un desgarro fratricida inútil y cruento que no merecía la pena. Pero eso lo asumiría el Fernández maduro mucho más tarde.

El recientemente fallecido Rafael Fernández, padre de la autonomía asturiana y del socialismo de la reconciliación, fue un político a caballo entre dos golpes de Estado. Uno, el que desembocó en la Guerra Civil, su segunda derrota tras la Revolución de Octubre del 34, le supuso el gran coste personal del exilio y el desarraigo. Otro, el «tejerazo», se diluyó en unas horas. Entre ambos fermentó en su cabeza, en las largas noches de la diáspora, esa filosofía de la tolerancia suprema de la que hizo bandera. Su evolución ética e intelectual en medio de esos dos episodios, su demostración de que mantenerse firme en la convicción propia no es incompatible con respetar la de los otros, es su gran lección moral, su más valiosa herencia.

Sin ser de derechas integró a conservadores en sus gobiernos porque necesitaba la unidad; sin ser católico, se arrodilló en Covadonga «porque también hay asturianos que son católicos, y yo soy su presidente»; siendo republicano confeso se definió como servidor del Rey, «porque ser republicano no es declararse antimonárquico. Hay que volver al viejo camino de la aceptación de la accidentalidad de las formas de Gobierno: una forma republicana no es sinónimo de democracia, y hay reyes que no entorpecen, ni mucho menos, la democracia». Es el triunfo del sentido práctico. Un pragmatismo coherente que le llevó a presentarse ante don Juan Carlos, en su primera entrevista en la Zarzuela, con la verdad por delante: «Señor, yo soy un viejo republicano?».

Todo está en «Rafael Fernández, testigo de Asturias», esa entrevista río que concedió al periodista de LA NUEVA ESPAÑA Juan de Lillo en 1983, que desvela las claves de cómo esculpir una figura reconocida por todos, los afines y los distantes. Una gran confesión vital que merece ser rescatada como libro de cabecera para tanto político de corto vuelo como abunda.

Allí declara Fernández sobre la Guerra Civil: «Llegaban noticias confusas sobre una sublevación del general Franco al frente del Ejército de África; pero, pese a la ambigüedad, ni a los dirigentes del PSOE ni a los de las Juventudes Socialistas nos sorprendió en absoluto que la sublevación se hubiera producido realmente, porque era algo que ya se palpaba en el ambiente. Nadie de nosotros dudó un instante de cuál debía ser su papel frente a los sublevados. Insistimos en la necesidad de entregar armas al pueblo para defender las instituciones. El espíritu del 34 revivió en aquellas horas de tensión e incertidumbre».

Allí medita sobre el 23-F: «El golpe ha tenido cosas positivas. La configuración del Estado a través de la Jefatura se ha fortalecido. La Monarquía ha hecho realidad su papel integrador y su carácter democrático. Si no hubiera habido Monarquía, posiblemente nos hubiéramos encontrado metidos en otra Guerra Civil de consecuencias gravísimas. Salvo los ilusos, ya nadie cree que un acto de fuerza puede triunfar aquí porque las instituciones están arraigadas y son fieles al espíritu de la Constitución. Conozco a muchos militares y no veo en ellos ninguna inquietud institucional. No podemos olvidar que durante la República se produjeron muchas tensiones. Yo creo que los españoles hemos ganado un tiempo precioso».

En la Casa del Pueblo de la calle Asturias de Oviedo, sede de numerosos órganos socialistas, entre ellos, las Juventudes y el diario «Avance», todo es agitación el 18 de julio de 1936. El edificio está próximo al Gobierno Civil, lo que hoy es la Jefatura Superior de Policía, junto al hotel de la Reconquista. El corto trecho entre ambos bloques se convierte en un trasiego constante en busca de noticias. La confirmación llega por la tarde: hay revuelta militar. El coronel Aranda guarda la plaza y todos los ojos se vuelven hacía él para ver lo que ocurre en Asturias. Aranda mantiene una reserva absoluta sobre sus intenciones, se muestra impenetrable. Manda los mineros a Madrid, «porque allí son más necesarios», pero luego despliega la guarnición ovetense por la ciudad y comienzan los tiros.

«La duda sobre la lealtad de Aranda», confesaría Rafael Fernández, «no llegó a esclarecerse durante muchas horas, aunque, objetivamente, no había razones para sostenerla. Para mí, Aranda no era un hombre en absoluto dudoso. Puede que yo sea muy crédulo, pero lo vimos alentar la salida de los trenes hacia Madrid con expresiones que sin duda podían inducir a creer en su lealtad. El tiempo demostró que no eran sinceras». Con Oviedo en armas, Rafael Fernández se concentra con otros socialistas en San Lázaro. Fingiendo ser una pareja de acaramelados novios, vuelve al centro de la ciudad besuqueando a una muchacha que jamás volvería a ver. Pretendía restablecer la misma red de enlaces clandestinos montada durante el 34 para enterarse de lo que ocurría en la capital sublevada. Huye a Sama y luego a Gijón, aún bajo control de la República. Vence el cerco sin ser reconocido, pese a que se cruza con una pareja de la Guardia Civil con la que comparte unas hogazas de pan para no despertar sospechas.

Todavía habrían de transcurrir quince meses hasta la salida definitiva. El 20 de octubre de 1937 amaneció fresco en Gijón y con una ligera neblina que fue disipando el despuntar del sol. «Me parecía que había excesivo contraste entre la luz exterior y la oscuridad de mi alma. No había pasado buena noche, desasosegado por el estado de acoso que sufríamos, con las tropas nacionales ya en Villaviciosa. Los mandos militares habían revelado crudamente al Consejo de Asturias y León que consideraban definitivamente perdida la guerra en el Norte. Los medios de defensa se había debilitado hasta la incapacidad, y la moral de los combatientes se había quebrado. Casi nadie aquel día se ocupaba de cómo apuntalar las defensas, sino de cómo encontrar un medio solvente para huir. Gijón se habría convertido en una pira numantina de haber optado por esperar allí la llegada de las tropas nacionales».

A las cinco y media el pesquero «Abascal» espera en El Musel para guiarle junto a otros miembros del Gobierno asturiano a Francia. «El espectáculo del puerto me pareció deprimente. Aquella gente que se apiñaba en los muelles se empujaba sin consideración de ningún tipo en el intento de encontrar acomodo en algunas de las embarcaciones que abandonaban el puerto. Muchos de aquellos desesperados caían al agua al fallar en el salto salvador que les hubiera permitido encaminarse hacia la libertad». En vísperas de cumplir los 24 años Rafael Fernández abandona España en silencio, volviendo la vista atrás, a los gritos desesperados del pueblo que se arremolina en el muelle.

En el Gobierno Civil de la plaza de España, Jorge Fernández Díaz, hoy destacado militante del PP de Cataluña, tenía convocada la tarde del 23 de febrero de 1981 un especie de junta de seguridad improvisada a la que sólo faltó el gobernador militar, desaparecido todo el día. Unos decían que estaba enfermo, otros que estaba ausente. A ese gabinete de urgencia llega Rafael Fernández desde la sede del PSOE, con su escudero Ramiro Fernández, en las primeras horas del golpe. Por el talante de los que están allí, un político astuto, veterano e instintivo como él se convence de que la intentona no tiene visos de prosperar.

Un mando militar la califica de «jaimitada». Fernández Díaz se muestra activo. Antes de que el Rey salga en televisión, su secretario le dice: «Perdóname, Gobernador, tu eres joven y yo muy mayor. Yo sería más discreto». El chófer de Fernández, por si las cosas se ponen feas, le ofrece protección en su casa. «Pensó que yo estaba haciendo una buena labor como español y se sintió obligado a portarse como un español conmigo». No era la primera vez. Ya le había pasado a Rafael Fernández con unos amigos del bando contrario en la huida de Gijón. Hay talantes que sobrepasan la rivalidad de las ideas.

Con la situación estabilizada, salvo el asalto aislado al Congreso, Rafael Fernández decide volver a la sede socialista, en la calle Jovellanos, donde todo es preocupación. Álvaro Cuesta y Antonio Masip redactan un comunicado de condena del levantamiento que minutos después se leerá por la radio. El SOMA convoca una huelga general en los pozos mineros, y alguno para esa noche. Allí, con Fernández presente, los socialistas deciden enviar al líder del sindicato, José Ángel Fernández Villa, a Madrid, pues es uno de los cinco únicos miembros del comité federal que no está retenido en la Cámara baja. Los dirigentes disponibles, los no secuestrados, se encaminan hacia la sede madrileña de Santa Engracia. A Villa lo llevan en un viejo Seat. Con el Huerna a medio construir y sin autopista completa a Madrid, tres horas y 20 minutos de viaje. Un récord inigualable.

Rafael Fernández, la voz de la experiencia en aquella cita entre jóvenes cachorros, se lo toma con mucha tranquilidad. Ponen a buen recaudo los ficheros del partido, lo primero, ocultar la documentación para minimizar las represiones. A medianoche el presidente asturiano retorna al piso de Jovellanos junto a su hijo discapacitado y sigue los acontecimientos por radio y televisión. Su esposa, Pura Tomás, compañera del alma, política de raza, aún sigue en la sede del partido. Los dos policías que le acompañan por imposición del Gobernador Civil son el único signo de anormalidad en el domicilio. Rafael Fernández había decidido que, pasara lo que pasara, no volvería al exilio. Ni siquiera tomó en consideración la recomendación de un compañero de partido para que durante un tiempo se ausentase, por precaución, de casa.

«Había configurado un tipo de política como consecuencia de la cual si alguien tuviera que actuar de colchón, ése debía ser yo», recordaría más tarde. «Es decir, o negaba la política que había hecho, convirtiéndome en un tipo partidista y enfrentado, o ejercía el papel de colchón con todo el riesgo que pudiera encerrar en aquellos momentos esa actitud. He venido para quedarme, porque ya me cansé de correr. No va a ocurrir nada en este país. Cada día que pasa es un tiempo precioso que ganamos para el fortalecimiento de las instituciones democráticas; pero aunque la cosa estuviera convulsionada, aunque viera un riesgo evidente, me quedaría aquí». Ser colchón, amoldarse, amortiguar y templar, intermediar para aplacar a los de un lado y a los del otro: el pragmatismo de la suavidad, ésa era la enseñanza de una vida. Dignidad. El corolario de la experiencia entre un golpe cruel y otro ahogado. El coraje de la palabra vale más que la sinrazón de la bala.

Cuando Rafael Fernández escribió un texto biográfico sobre su suegro, Belarmino Tomás, recurrió a una frase de Talleyrand para rematar sus reflexiones: «En la guerra se muere una vez, pero en la política se muere para renacer». Era algo más que una cita. Era la expresión precisa para condensar en quince palabras su propia trayectoria. La guerra es el todo o nada: un todo muy caro, una nada definitiva. La política siempre deja abiertas oportunidades. Cuántos disgustos se ahorraría la historia si muchos hombres decidieran ser colchón como Rafael Fernández.

http://www.lne.es/asturias/2010/12/26/rafael-fernandez-colchon-golpes-he-venido-quedarme/1012222.html

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