España no fue (tan) diferente

23/09/2010 por

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España no fue (tan) diferente

Santos Juliá desmonta la excepcionalidad nacional y considera los años previos a la Guerra Civil como la culminación de un proceso equiparable al de otros países europeos

JULIO ANTONIO VAQUERO IGLESIAS Santos Juliá ha escrito libros memorables sobre la historia contemporánea de España y siempre tendremos que agradecerle su excelente edición de las obras completas de Manuel Azaña. Pero también una parte importante de su obra ha sido expuesta en ensayos y estudios históricos de menor dimensión cuyo soporte de publicación han sido revistas históricas especializadas o culturales, libros colectivos y hasta en reseñas críticas en suplementos culturales y en revistas de libros. Precisamente, su último libro, Hoy no es ayer _(RBA, 2010), recoge trece de esos trabajos dispersos (sólo uno no estaba todavía publicado), pero no menores, que no sólo componen un conjunto de gran coherencia temática que abarca todo el proceso histórico del siglo XX español, sino que, además, tratan de algunos de los aspectos fundamentales y más controvertidos de esa historia sobre los que Juliá ha venido manteniendo interpretaciones originales y sólidamente fundamentadas, que, en algunos casos, rebaten convincentemente algunos de los tópicos más arraigados de esa historia, y, en otros, han suscitado la polémica y la confrontación historiográfica.
En el artículo inicial, Santos Juliá _desarrolla la tesis central del libro, que recorre, explícita o implícitamente, la mayor parte de los ensayos y estudios recopilados. Frente a la interpretación de la historia de España bajo el paradigma de la excepcionalidad que se concreta en la anomalía, dolor, fracaso y decadencia de España, y que adquirió carta de naturaleza a partir del 98 y se mantuvo como interpretación dominante de nuestra historia casi todo el siglo XX (y aún hoy sigue impregnando las páginas de muchos de los libros de texto de nuestros estudiantes de Secundaria y Bachillerato), nuestro autor mantiene, tras los pasos que en ese sentido había iniciado la historia económica, que, con cierto atraso, también en España existió en las tres primeras décadas del siglo XX un importante cambio social que supuso la introducción en nuestro país un poderoso avance en el proceso de modernización económica y social con el desarrollo de la industrialización, la urbanización, la transformación demográfica en el mismo sentido que habían seguido las grandes _naciones europeas. Cambio que se interrumpió con la Guerra Civil y volvió a reemprenderse en los años sesenta de la dictadura. La historia de España no fue, pues, en ese aspecto tan diferente a la de los países de su entorno, como nos decía la interpretación de la decadencia y el fracaso.

Sin embargo, esa «modernización» de la sociedad no tuvo su correlato en cuanto a la forma de Estado y al sistema político que, sometidos a numerosos vaivenes y graves limitaciones durante el siglo XX, han tenido enormes dificultades para transformarse en un Estado democrático homologable a los que establecieron los grandes países europeos. La secuencia de veintitrés años de Monarquía constitucional; siete de dictadura con Monarquía y sin Constitución; ocho de República, de los que tres fueron de Guerra Civil y con una dictadura en una gran parte del territorio nacional; treinta y seis de dictadura, tres de transición y veintitrés de democracia es una palpable y significativa prueba de las dificultades que tuvo España para alcanzar la estabilidad democrática.
La República –mantiene Santos Juliá– no fue, pues, un régimen inmaduro que llegó a destiempo, sino el fruto granado de una alianza entre las clases medias y la clase obrera surgidas de aquel desarrollo económico-social originado con el inicio del siglo. Por ello, nada había de ineluctable para que aquella primera democracia no pudiera consolidarse y terminase inevitablemente en una Guerra Civil, como todavía mantiene cierta historiografía de la derecha. Como tampoco, en sentido contrario, el cambio social derivado del desarrollismo franquista fue la causa necesaria y suficiente que trajo automáticamente la democracia. Ésta fue el fruto de una acción política no sólo proveniente de un pacto entre las élites políticas de dentro del sistema (una vez que los intentos de reforma dentro del régimen fracasaron) y de la oposición tradicional, sino también de una intensa movilización política de una oposición de amplia base social, surgida en gran medida de los cambios sociales traídos por el desarrollismo, y que ya desde los sesenta había roto el tiempo de silencio que la feroz represión de las primeras etapas del franquismo había impuesto.
Especial interés tienen los artículos finales de la recopilación, que tratan de los usos y abusos de la memoria histórica no sólo por su actualidad, sino también por el carácter polémico de su tesis principal. Santos Juliá hace en ellos un análisis impecable de las causas de ese uso obsesivo de la memoria histórica que estamos viviendo en los últimos tiempos, del concepto de memoria histórica como memoria colectiva y de sus fines ideológicos e instrumentales. Pero defiende la tesis (aplicándola al caso de la memoria histórica de la Guerra Civil y el franquismo) de que nunca se puede imponer ninguna memoria colectiva desde el poder, ni siquiera la democrática ni la antifascista, por la incompatibilidad insuperable que ve entre esa clase de memoria y la objetividad del conocimiento histórico. Una tesis que ha recibido numerosas críticas a las que me uno. Porque una cosa es imponer y otra fomentar y siempre podría difundirse una memoria colectiva democrática modulada y matizada por la historia.
Eso sí, esa tesis no le impide reconocer explícitamente la justicia de la recuperación de los muertos todavía insepultos de la Guerra Civil y del franquismo, de la anulación de las causas penales de los represaliados por la dictadura y de las debidas reparaciones que se merecen. Y, coherentemente, criticar por ello al Partido Socialista por las limitaciones que en ese sentido ha tenido su ley de Memoria Histórica.

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